Este hombre del casino provinciano que vió a Carancha recibir un día, tiene mustia la piel, el pelo cano ojos velados por melancolía bajo el bigote gris, labios de hastío, y una triste expresión que no es tristeza, sino algo más y menos: el vacío del mundo en la orquendad de su cabeza. Aún luce de corintio terciopelo chaqueta y pantalón abotinado, y un cordobés color de caramelo pulido y torneado. Tres veces heredó y tres ha perdido al monte su caudal; dos ha enviudado. Sólo se anima ante el azar prohibido sobre el verde tapete reclinado, o al evocar la tarde de un torero la suerte de un tahúr o si alguien cuenta la hazaña de un gallardo bandolero, o la proeza de un matón, sangrienta. Bosteza de políticas banales dicterios al gobierno reaccionario y augura que vendrán los liberales cual torna la cigüeña al campanario. Un poco labrador, de cielo aguarda y al cielo teme; alguna vez suspira pensando en su olivar, al cielo mira con ojos inquietos si la lluvia tarda. Lo demás, taciturno, hipocondríaco prisionero de la Arcadia del presente le aburre; sólo el humo del tabaco simula algunas sombras en su frente. Este hombre no es de ayer, ni es de mañana sino de nunca; de la cepa hispana. No es el fruto maduro, ni podrido, es una fruta vana de aquella España que pasó y no ha sido, esa que hoy tiene la cabeza cana.