La tarde en el poniente su poncho recogía peinando entre sus flecos un copo de arrebol, y el hilo de la noche, que en ancas se venía, bordaba en seda negra los pétalos del sol. Llorosos los yuyales doblábanse al pampero y el viejo 'e la carreta, picando al buey sobón, atrácase a la férrea rejilla del pulpero, haciendo para el viaje su gaucha provisión. Balando las ovejas, se agrupa la majada, tirando pa' las casas en busca del corral. Y el tero centinela, soldado de avanzada, vigila que el indiaje no arrée un animal. Calandrias y zorzales, de pechos escarlatas, se ven en espesura del monte vivaquear colgando de las ramas los palios de sus flautas, cual músicos cansados que vienen a nochear. De pronto, allá a lo lejos, al tranco acompasado, se ve asomar un flete bordeando el cañadón y en él a un gaucho triste de negro arrebujado, con porte de hombre, nervio, audacia y corazón. Facón de plata al cinto, trabuco amartillado, espuelas nazarenas, sombrero echao pa' atrás. Allá va Santos Vega, jinete en su tostado, pensando que la vida para él está de más. Quién sabe qué honda pena lo abisma al peregrino, centauro de las pampas, invicto payador. Que, en vano, las acacias y sauces del camino se inclinan para verlo sonreír en su dolor. Mas dicen los que saben de amores escondidos que al gaucho le conocen su indómito valor, que sólo son culpables dos ojos renegridos de aquella gran tristeza que aflige al trovador